por Cristián Warnken
Le pido a una vecina que, por favor, no barra las hojas de otoño que se han acumulado estos días en nuestra vereda común. Me mira extrañada. Sonríe. Comprendo que sea difícil entender a un vecino que defienda el derecho de las hojas de los liquidámbares y los “ginkgo biloba” a permanecer ahí, para ser contempladas, para ser pisadas (algunas crujen), para jugar con ellas. Las hojas del otoño en nuestra ciudad desafían nuestros intentos de tener todo bajo control. Innumerables hojas amarillas, rojas, castaño, caen y caen sin tregua, como diciéndonos: “Todo cae, pero caer es hermoso. Eres también una hoja de tu propio otoño, batida por el viento, déjate caer”.
Somos pasajeros. Destellos en la noche. Pensamos que aceptar eso con resignación significa asumir una humillante derrota, la derrota ante la finitud y la muerte. Pero el mismo otoño —gran maestro de las estaciones— se encarga de enseñarnos que envejecer y declinar es bello. El otoño no se hace implantes ni liposucciones a sí mismo. No busca prolongar artificialmente la primavera, esplende con el máximo de intensidad en el momento mismo de eclipsarse, igual que las estrellas que, cuando colapsan, estallan en un espectáculo pirotécnico de adiós. El cielo se ha encargado de hacer del ocaso una fiesta y no un funeral. ¡No barramos las hojas de este otoño, dejémoslas el máximo tiempo posible acompañarnos en nuestro fugaz paso por esta tierra! Si los niños no pisan las hojas de otoño desde temprano, ¿qué tipo de adultos serán mañana? La mayor parte de nuestras neurosis, frustraciones, rabias y falta de sabiduría para vivir nacen de que nadie nos ha enseñado a envejecer y a morir. Salvo el otoño.
Pero para mirar y aprender de las alfombras de hojas, hay que tener tiempo. ¿Y quién tiene hoy tiempo? No tenemos ni tiempo para detenernos para entender que nosotros mismos somos el mismo tiempo que se nos va. En estos días vertiginosos, en que malgastamos la poca vida que nos fue dada en tacos interminables, en correr de asunto en asunto, de “evento” en “evento” como sombras, y en que hemos dejado de vivenciar la vida como el mayor acontecimiento de todos, es bueno arrimarse a un árbol de otoño. Permanecer junto a él lo más que podamos y decir como Fausto, embelesado y redimido ante Helena: “El espíritu no mira ni hacia delante ni hacia atrás. Tan sólo el presente es nuestra felicidad”. Es interesante que el arquetipo del nihilista, el Fausto que no sabe gozar del presente —salvo en este diálogo con Helena y en la escena final de la obra— y es devorado por sus deseos insaciables y el futuro, encarne por un momento lo que el mismo Goethe llamó “la salud del momento”. Mientras miro embelesado caer las hojas de los árboles de este otoño, compadezco a los que veo correr desaforadamente tras un éxito ilusorio y vano. ¿Qué Presidente de la República, político, empresario o estrella de rock tiene tiempo para perder deambulando entre las hojas, con amigos y no con asesores o guardias personales? ¿Cuántos de nosotros mismos no estamos secuestrados por nuestros propios éxitos?
Pregúntate dónde está “tu” otoño, cuántas hojas contaste en la vereda de tu calle, y serás mejor gobernante, mejor empresario, mejor artista, mejor hombre. No es en las encuestas, en los “focus groups”, en los indicadores económicos, en los gráficos de fastidiosos y monótonos “power-points” donde están las respuestas. La respuesta, como dijo Bob Dylan —que está cantando mejor que nunca a sus 70 años—, “está temblando en el viento”. No es cierto que para ser un mejor país necesitamos sólo más “emprendedores”—como se repite tanto hoy—. Lo que el mundo necesita hoy con urgencia son más contemplativos, más sabios, más habitantes del instante, más guardianes del otoño. Por eso, querida vecina, no barra esas hojas, que no son hojas sino espejos, letras de un alfabeto inmemorial que de nuevo debemos aprender a leer, para volver a ser.
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