NI EL que impreca con salud de forajido, ni el que llora con gran sometimiento quedan afuera de la casa de las musas poesías. Pero aquel que se ríe, ése está fuera.
La residencia de las señoras musas está acolchada de tapices agrios, y comúnmente van las
Damas aderezadas de doloroso organdí. Duras y cristalinas, como verticales y sólidas aguas, son las murallas de la vivienda solemne. Y las cosechas de sus jardines no dan el resultado del verano sino que exponen la obscuridad de su misterio.
Esta es la manera, forma y sacrificio de comenzar a frecuentar las estancias de Ángel Cruchaga y de Santa María, y el modo de tropezar con sus números angélicos y dirigir sus obstinadamente lúgubres alimentos.
Como un toque de campanas negras, y con temblor y sonido diametral y augur, las palabras del mágico cruzan la soledad de Chile, tomando de la atmósfera substancias diversas de superstición y lluvia. Devoluciones, compras, edad, lo han transfigurado, vistiéndolo cada día lunar con un ropaje más sombrío, de tal manera, que repentinamente visto en la Noche y en la Casa, siniestramente despojado de atributos morales, parecería, sin duda la estatua especial erigida en las entradas del gran recinto.
Como anillos de la temperatura del advenimiento del alba del día del otoño, los cantos de Ángel se avecinan a uno llenos de helada claridad, con cierto temblor extraterrestre y sublunar, vestidos con cierta piel de estrellas. Como vagos cajones de bordados y pedrerías casi abstractos, aun enredados de fulgurantes brillos, productores de una tristeza insana, parecen adaptarse de inmediato a lo previsto y presentido y a lo antiguo y amargo, a las raíces turbiamente sensibles que agujerean el ser, acumulando allí sus dolientes necesidades y su triste olvido.
Esos cajones dulces y fenomenales de la poética de Ángel guardan sobre todo ojos azules de mujeres desaparecidas, grandes y fríos como ojos de extraños peces, y aun capaces de dar miradas tan largas como los arcoiris. Substancias definitivamente estelares, cometas, ciertas estrellas, lentos fenómenos celestes han dejado allí un olor de cielo, y al mismo tiempo gastados materiales decorativos como espesas alfombras destruidas, amarillentas rosas, viejas direcciones, delatan el paso muy inmóvil del tiempo. Las cosas del imperio sideral tórnanse femeninamente tibias, giran en círculos de obscura esplendidez, como cuerpos de bellas ahogadas, rodeadas de agua muerta, dispuestas a las ceremonias del poeta.
Las vivientes y las fallecidas de Cruchaga han tenido una tiránica predisposición mortuoria, han existido tan puramente, con las manos tan gravemente puestas en el pecho, con tal acierto de posición crepuscular, detrás de una abundancia de vitrales, en tan pausado tránsito corpóreo, que más bien semejan vegetales del agua, húmedas e inmóviles florescencias.
Colores obispales y cambios de claridad alternan en su morada, y estas luces duales se suceden en perpetuo ritual. No hay el peso ni los rumores de la danza en los atrios angélicos, sino la misma población del silencio con voces y máscaras a menudo tenebrosas. De un confín a otro el movimiento del aire repite sonidos y quejas en amordazado y desesperante coro.
Enfermedades, y sueños, y seres divinos, las mezclas del hastío y de la soledad, y los aromas de ciertas flores y de ciertos países y continentes han hallado en la retórica de Angel, mayor lugar extático que en la realidad del mundo. Su mitología geográfica y sus nombres de plata como vetas de frío fuego se entrecruzan en su piedra material, en su única y favorita estatua.
Y entre los repetidos síntomas místicos de su obra tan desolada, siento su roce de lenta frecuencia actuando a mi alrededor con dominio infinito.
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